(Intervención Conversatorio Campos de desempeño de la antropología social – FACSO, Universidad de Chile, 23 de agosto 2017)

Quisiera agradecer a las colegas de Germina, conocimiento para la acción y a la FACSO de la Universidad de Chile por esta invitación que es una excelente oportunidad para detenerme, abrir una ventana de mi frágil memoria, conectarme desde el presente con un espacio y un tiempo pasado y pensar en las relaciones entre mi paso por esta escuela y mi trayectoria profesional posterior. Agradezco la posibilidad de la autorreflexión y de compartir una muy incipiente sistematización de mi propio quehacer, práctica que se dificulta pues requiere de ir a contracorriente de los tiempos y prioridades de la gestión pública.

Lo segundo, identificar la extrañeza que me produjo entrar al sitio web de la carrera y comprobar que compañeros y compañeras de mi generación y más jóvenes, son actuales docentes y autoridades de esta escuela. Definitivamente mi tiempo real avanzó más rápido que la conciencia que tengo de su paso (Y la nostalgia tiñe mis reflexiones hoy).

La pregunta sobre los campos de desempeño de la antropología es una pregunta antigua, que ha cruzado a muchas generaciones, es una pregunta que creo ha sido más acuciante para esta disciplina que para áreas del conocimiento donde los campos de desempeño están bien acotados, y claramente delimitados. Cuando ingresé a la Universidad el año 1989, una de las razones por las que elegí esta carrera, o al menos así lo pensé en ese entonces, era por mi vocación “difusa”. Esta carrera, en cierto sentido, permitía postergar la definición de lo que haría el resto de mi vida, había tantas posibilidades como subdisciplinas antropológicas, y podía por ende en el ejercicio profesional, aproximarme al arte, a la biología o a la ingeniería con similares probabilidades. Esa “no clausura” me sedujo. Pero eso que me atraía a los 17 años es lo que también pudo producirme significativos grados de ansiedad a medida que avanzaba en semestres y visualizaba la amplitud inconmensurable de campos laborales imprecisos. Imagino que es una ansiedad compartida por los aprendices de la antropología, y en muchos casos también por sus familias.

Supongo que la idea de este conversatorio surgió de esa necesidad muy presente en mi tiempo de universitaria y que a pesar de los cambios institucionales y sociales que han tenido lugar, debe permanecer vigente. Responder a la pregunta ¿Qué podemos hacer en el campo laboral con las herramientas adquiridas en el transcurso de la carrera? Vislumbramos esa disociación radical entre teoría y vida que debemos elaborar de algún modo, hacer una síntesis propia es la tarea.

Testimoniar respecto a trayectorias en diversos espacios, mapea las posibilidades múltiples de nuestro oficio, por lo que puede resultar un ejercicio literalmente de transmisión cultural, a la vez terapéutico, y de fortalecimiento colectivo y corporativo.

Vamos a lo que nos convoca. Quisiera partir indicando que la estructura del Estado no es en absoluto homogénea. Si pudiéramos concebir a éste como una figura de círculos concéntricos donde el círculo del centro es el de mayor poder y el de la periferia, el de menor poder, comprenderíamos que los servicios culturales han estado históricamente en los márgenes del aparato estatal lo que se traduce en la distribución muy desigual de los recursos públicos. Los servicios de la cultura y el patrimonio han sido servicios donde los cargos están feminizados, podríamos hacer la lectura de que se ha alcanzado la paridad de género, no obstante una interpretación más cruda dice relación con una brecha estructural y la correlación entre servicios pobres, bajos sueldos y mayoritariamente mujeres trabajando por menores ingresos.

En relación a la primera pregunta planteada para esta reflexión, si consideramos el Estado o las instituciones públicas como un campo de desempeño para la antropología social ¿qué posibilidades existen en él para ese desempeño, y en particular en la institución en que trabaja? No es una pregunta que pueda responder con un sí o un no. Tampoco fue una pregunta que me haya formulado cuando ingresé al servicio público hace 20 años. Si respondiera que el Estado no es un campo de desempeño para la antropología hasta acá llegaría mi participación en el conversatorio, por otra parte la plasticidad de la antropología permite que pueda ejercerse trabajando en un Mc Donald y debilitarse en espacios académicos si estos funcionan como guetos autorreferentes. Entonces no es necesariamente la institucionalidad o la temática la que determina el enfoque elegido, aunque sí facilita o dificulta su desarrollo.

Creo que la respuesta más sincera es a veces, a veces el Estado es el laboratorio privilegiado para la reflexión antropológica, en esa interfaz de conexión con las comunidades donde nosotros por formación actuamos como puente o traductores. O bien comprendido como una entidad en sí misma con sus propios códigos culturales por descifrar. Pero a veces el Estado puede ser una prisión burocrática que anquilosa la potencia creativa del pensamiento crítico y se vuelve un espacio árido, restrictivo, autocomplaciente y sumamente limitado para emprender el oficio de la antropología.

Asimismo, esta pregunta me retrotrae al lugar de las definiciones y las escuelas, qué es la antropología (¿herramienta de conocimiento, herramienta de transformación, herramienta de administración colonial en su origen espurio, postura vital?) y qué es el Estado (¿lugar de políticas públicas que garantizan mayores grados de equidad, democracia, derechos o lugar privilegiado de la administración y reproducción de las desigualdades y la dominación?). No es mi idea desviar el conversatorio hacia esa dicotomía, sino solo ponerla en evidencia como escenario del desempeño, coordenadas políticas y teóricas desde donde situarnos, siempre en arenas movedizas y zonas grises.

Como funcionaria pública (por transmisión y cultura familiar) mi reflexión no se ha situado desde una antropología del Estado, que más bien es el afuera, el lugar académico para mirar al Estado en sus distintos niveles (sectoriales y en escala nacional, regional o local). Creo que la primera constatación posible es que el lugar de quienes estudiamos antropología y trabajamos dentro del sector público es el del desajuste. A toda una generación nos marcó haber leído los textos etnográficos de Pierre Clastres sobre las sociedades sin Estado, textos que cuestionaban la noción de progreso y civilización v/s barbarie. Estas sociedades eran el objeto de estudio privilegiado de la antropología clásica y eran el lugar desde donde Clastres construía una suerte de manifiesto teórico antiestatal. ¿Entonces qué hacíamos ahí?

Observamos y participamos de las dinámicas institucionales, conscientes de una tensión emic ethic y con un temor permanente a ser fagocitados por lógicas que criticamos pero de las que, querámoslo o no, somos parte. Esa es una de las contradicciones fundamentales y existenciales, creo yo, de los y las antropólogas que trabajamos en el Estado.

Dicho lo anterior y yendo a un campo más concreto, por supuesto que existen oportunidades en que se hace más evidente y se ilumina la articulación entre profesión y disciplina en el Estado. Al momento del diseño de planes, proyectos, programas, al momento de la intervención, aplicación o ejecución de estos planes, programas y proyectos por el uso de determinados enfoques y herramientas metodológicas, y al momento de la sistematización y evaluación de los mismos, por una perspectiva analítica crítica y muchas veces sin concesiones que probablemente es uno de los sellos definitorios de nuestra formación.

La eterna pregunta por el lugar de la antropología también se replica en el Estado (1). En mi caso, pienso que ha habido momentos en mi ejercicio profesional en que he sentido claramente la conexión entre mi formación y la impronta de mi práctica laboral, y que el aporte que hago en los equipos en que he participado siempre se establece desde esa identidad profesional de antropóloga (con todos los estereotipos que este rótulo también entraña). Ha habido otros momentos en que esa conexión se desdibuja y la dimensión administrativa absorbe y entrampa la mayor parte del esfuerzo y jornada, lo que limita la posibilidad de crear, reflexionar, sistematizar el quehacer. Entonces la herramienta antropológica se atrofia, y requiere de tiempos robados, de microresistencias, y no siempre aquello se logra. Hay que buscar otros espacios complementarios de desarrollo: la calle, las organizaciones, las militancias, los voluntariados, los proyectos autónomos, los viajes en búsqueda, los nuevos territorios para alimentar el oficio que añoramos.

En las instituciones en que he trabajado (porque en la Dibam o Servicio del Patrimonio hay varias instituciones) creo que la posibilidad de articular lo que aprendimos en la U con el trabajo, resulta más evidente que en otras áreas de la gestión pública por varias razones: en primer lugar porque la gestión patrimonial tiene por definición una dimensión simbólica, en tanto remite al relato o los relatos que la sociedad quiere construir sobre sí misma. Las museografías refieren a narrativas oficiales y a guiones identitarios, a través de la lectura de los archivos se cuentan u ocultan historias. Las bibliotecas públicas son el lugar de la educación no formal donde las comunidades pueden pensarse a sí mismas y conectarse con los otros. Definitivamente la Dibam puede ser el lugar de la gestión pública privilegiado para el ejercicio de la antropología y no es casual que muchos antropólogos y antropólogas estemos allí. En un paneo rápido por los 26 museos públicos, al menos siete son dirigidos por colegas. Sería interesante tener el catastro de cómo se distribuye nuestra disciplina en los distintos ámbitos del Estado ¿dónde nos concentramos y qué estamos haciendo en cada uno de esos lugares? ¿Cuál es nuestro sesgo allí para activar y dar contenido a la participación, leer los conflictos, diseñar estrategias de apropiación por parte de las comunidades?

Específicamente en la Dibam la contribución más tangible ha estado en la apertura de nuevas formas de aproximación de las comunidades al patrimonio cultural y las memorias, desde perspectivas más teóricas el aporte ha estado en tensionar las concepciones patrimoniales anquilosadas a través de lecturas críticas que ponen en duda perspectivas positivistas del discurso patrimonial. En esa empresa, los textos fundacionales de Néstor García Canclini, que descubrimos con el profesor Rolf Foerster en los 90 han sido cruciales.

Algunas posibilidades de desarrollo en mi área de trabajo que acá enumero como apuntes sueltos han sido:

  • Integrar equipos multidisciplinarios junto a diseñadorxs, periodistas, sociólogxs, historiadorxs, administradores públicos, abogadxs.
  • Comprender el quehacer de ámbitos especializados de la gestión del patrimonio: archivística, bibliotecología, museología, conservación.
  • Incidencia en políticas públicas de carácter cultural patrimonial (siempre inductivamente).
  • Conocer los vericuetos de la gestión pública y poner dicho conocimiento al servicio de proyectos que tensionen las concepciones más tradicionalistas del patrimonio.
  • Establecer líneas de continuidad y cables a tierra con las comunidades, públicos o audiencias.

La segunda pregunta planteada me llevó a reflexionar -aún más directamente- desde el lugar autobiográfico. ¿Cómo llegó a trabajar en el sector público? ¿bajo qué perfil o necesidad ingresó a trabajar en él? Nuevamente algo de contexto. El ‘89 la matrícula de la carrera era de entre 15 y 20 estudiantes, alta deserción y en tercer año el curso se reducía cuando elegías una de las dos especialidades existentes. Por cierto, nuestra formación en aquel periodo de inflexión dictadura – post dictadura estuvo plagada de vacíos. Nada de historia, cultura mapuche era un electivo en primer año.

Hace 25 años no había antropólogxs en el Estado, todos estaban en las ONG’s (Juan Carlos Skewes en Jundep desarrollo social, Miguel Bahamondes en el grupo de investigaciones agrarias GIA, Sonia Montecino en el CEDEM…) Estas dos últimas décadas han sido un camino al andar para los y las antropólogos que hemos incursionado en este campo desde la transición a la democracia en adelante.

Cuando ingresas a trabajar y cuando pasas del espacio académico protegido hacia el espacio laboral institucional, hay algo de salto al vacío ineludible y un componente intuitivo fuerte en ese ejercicio acrobático. Eso lo pienso ahora retroactivamente. Cuando salí no me planteé tan claramente, quizás por falta de madurez, si quería apostar por la academia, el Estado o la ONG, en aquel entonces, hoy, en los nuevos contextos, reciclada en consultoría. Fue demasiado accidental el ingreso a la Dibam: corrían los inicios del año 1996, yo caminaba por los pasillos de la Biblioteca Nacional intentando avanzar en mi tesis sobre discursos amorosos (que demoré muchos años en terminar), entre paréntesis circulaba un dato por transmisión oral, se decía que en aquel entonces los antropólogos demorábamos en promedio 9 años en titularnos pues no había limitaciones temporales desde la U.  Entonces me encontré con una compañera de universidad que trabajaba en la Dibam, me contó que se iniciaba un proyecto denominado gestión participativa en bibliotecas públicas y me dijo que si me interesaba llamara a tal historiador. Me entrevistó el historiador, más un sociólogo y en menos de tres meses se contrató a otra antropóloga y conformamos el grupo interdisciplinario, muy en lógica ONG, y que estuvo a cargo de este proyecto en la Dibam por varios años. Así llegué a trabajar en el Estado.

Pero ¿por qué he permanecido tantos años? (soy la única sobreviviente de ese equipo interdisciplinario de 1996) ahí la casualidad se convierte en causalidad, y comprendo que soy una especie en extinción producto de aprendizajes e improntas familiares, décadas en una misma institución cuando la tendencia de nuestra profesión es la de constituir trayectorias nómades…

Respecto al perfil, fue un proceso gradual ir modelando mis aportes específicos, no fue algo a priori. Creo que dos elementos marcan la particularidad en este primer tiempo. Por una parte, fue fundamental el conocimiento de metodologías cualitativas (epistemologías situadas), y por otra, el relevamiento, también por formación, de la participación de las comunidades como una directriz o eje transversal de las definiciones de ese proyecto piloto. Había una convicción profunda respecto a la necesidad de vincularse sinceramente con las comunidades locales para activar la gestión de las bibliotecas y los museos luego, como único camino válido. Queríamos tensionar a la institución patrimonial proponiendo incluso espacios de cogestión en algunos ámbitos (museografía participativa por ejemplo). Pero el voluntarismo nos jugó malas pasadas. No hay que olvidar el momento histórico de transición a la democracia (1996-1998) y por ende el mandato de democratizar estos espacios públicos con sus prácticas autoritarias instaladas.

Respecto a la diferencia metodológica o plus podríamos traducirlo en la capacidad de escucha. Una anécdota: nos sorprendíamos con mi colega antropóloga al “descasetear” las entrevistas realizadas por el colega historiador (coordinador del proyecto y nuestro jefe), quien formulaba preguntas-comentarios de una página de transcripción y no dejaba espacio a sus interlocutores. Definitivamente nuestra impronta se fue definiendo desde lo metodológico fundamentalmente, desde prácticas cotidianas en ruptura con la estructura institucional. Equilibrio precario en lo que denominamos intersticios del Estado.

Respecto a la tercera pregunta ¿de qué manera su perfil profesional aporta en el quehacer de una institución pública? ¿Qué de la disciplina le ha permitido desempeñar su función?  «Lo refrescante que tiene la antropología es su eclecticismo, su disposición para inventar, tomar prestado o hurtar técnicas o conceptos disponibles en un momento dado y lanzarse al trabajo de campo» (Oscar Lewis 1975: 100-101). Hay ciertas herramientas utilizadas que inicialmente pueden ser atribuidas a la antropología en su origen pero que hoy corresponde a enfoques más transversales y que tiñen distintas disciplinas y espacios transdisciplinares de construcción de conocimiento.

Aporte: la escucha/la interdisciplinariedad, capacidad o entrenamiento para ver las tensiones, los nudos críticos y ser puente-bisagra entre alteridades. Comprender que la política pública tiene necesariamente una dimensión inductiva, que se construye y hace pertinente desde la experiencia. Muy distinto enfoque al de los abogados que, por lo general, se paran desde la norma y el deber ser, o los arquitectos que construyen su perspectiva desde tradiciones estéticas predefinidas. Comprensión holística de los fenómenos socioculturales, relacionando elementos aparentemente aislados. Enfoque crítico/enfoque situado: “nunca terminar de creerse el cuento de la autocomplacencia estatal, analizar críticamente la cultura organizacional y la relación con el entorno desde el Estado. Interrogarnos respecto a nuestro propio lugar de enunciación, desde dónde hablamos. Pararnos activamente desde cierto “intersticio” o resistencia, lo he dicho de diferentes maneras y desde la intuición cuando refiero a cierto “activismo funcionario” o hablo del cultivo de un microclima ONG en el Estado. Nunca terminar de crearse el cuento significa también observar con sospecha los ritos del poder y del control (marcar el dedo a la entrada y la salida, anotaciones de demérito, evaluaciones de desempeño, investigaciones sumarias, estatutos administrativos, grados y jerarquías, estamentos igual a castas y un largo etcétera.) y mirar las lógicas del Estado como aquella alteridad en la que es posible delinear la transmisión cultural que reproduce un orden, los árboles genealógicos que se entrelazan con los organigramas institucionales.

Desde el Estado es importante también la capacidad de articular redes, no clausurar, trabajar en conjunto con la academia y con otras instituciones públicas.

Específicamente en mi ámbito de trabajo, el aporte ha estado dado en relevar la importancia del testimonio como saberes legítimos, el valor de la oralidad en la puesta en escena de los patrimonios no validados históricamente, restituir o visibilizar memorias silenciadas, incidiendo en la selección de colecciones, en la construcción de guiones de exposiciones, en la adquisición de archivos, en los contenidos de publicaciones.

Desde la subjetividad de mi propia experiencia creo que nuestro perfil -cuestionarlo todo e interrogarnos a nosotros mismos-, si bien no es solo monopolio de la antropología es nuestro particular enfoque, escuchar e intentar comprender lógicas que subyacen a determinadas relaciones, decisiones y gestiones, permite muchas veces desde estrategias más empáticas incidir, y permite, si nos lo proponemos, correr algunos cercos para transformar, sabiendo, por cierto, que esa apuesta tiene francas limitaciones en nuestros contextos laborales.

Este deseo tiene su correlato en una escritura situada (¿cuaderno de campo?), en la posibilidad de consignar por distintas vías la perplejidad que producen algunas prácticas, como la mecanización de la tarea. La no naturalización de estas lógicas permite producir tiempos liberados que incorporan la reflexión crítica. Rescato y valoro, por ejemplo, la surrealista colección de memos que cuidadosamente fue recopilando una colega periodista y filósofa, para jamás perder el asombro y el humor frente a la institucionalidad burocrática.

Por último responder a la pregunta ¿qué dificultades (“dolores de guata”) ha debido enfrentar en el desempeño profesional (tensiones y desafíos)? Va una lluvia de ideas para reconocer lo que me sigue inquietando en mis espacios laborales. Las culturas organizacionales autoritarias y jerarquizadas que funcionan como compartimentos estancos. El Estado reproduce el orden social desigual en su interior y las limitaciones de gestionar en espacios altamente jerarquizados son evidentes.

La falta de recursos para desarrollar la gestión es una constante, como partí planteando, las instituciones culturales son la periferia del Estado y el Archivo Nacional –donde trabajo- es la periferia de la periferia. Desplegar creatividad no siempre es suficiente y externalizar servicios para resolver falencias es un dispositivo perverso del que somos eslabón y contribuimos con ello a precarizar la vida, fundamentalmente de muchos cientistas sociales. No es flagelarme, es un diagnóstico crudo de las condiciones de producción neoliberales en que hoy opera el Estado atrofiado. La sensación de impotencia ante la lentitud de los procesos administrativos, la tecnocracia con su lógica de “hagamos poco y lo mismo para no equivocarnos” es uno de los escollos insalvables cuando es el razonamiento que permea niveles decisionales.

El temor a ser fagocitada por el Estado y su intrincada institucionalidad, a pesar del esfuerzo sostenido por desmarcarme a partir de la “distinción de la antropóloga”. Que mi distancia con aquello que critico sea una distinción ilusoria. Naturalizar desde la vida cotidiana las lógicas del estatuto administrativo en tanto instrumento de control y decálogo de las interdicciones. Terminar definiendo a las personas por sus grados y las cadenas de mando de las que forman parte y que la antropología sea instrumentalizada por una modernización del Estado que no es tal, o que más bien es definida unilateralmente desde el imperio de la dirección de presupuesto (Dipres) y su “racionalidad” económica. Ese es el desasosiego.

Pero no quisiera terminar está divagación con ideas tan desesperanzadoras. El paradójico Estado ha sido, en mi experiencia profesional y personal, un espacio de trabajo hermoso donde he tenido la oportunidad de desplegar muchas de mis potencialidades y entregar lo que he aprendido. Siempre en un esfuerzo plural, he recorrido Chile fomentando la participación de las comunidades, he contribuido a rescatar la memoria de las mujeres Memchistas y también las de la Casa de la Mujer, el Salón de las Preciosas y muchas otras organizaciones. De mujeres mapuche y mujeres trans a través de proyectos como el Archivo Mujeres y Géneros y la serie relatos de mujeres.  He aprendido de la bella cocina colectiva para componer una revista cultural y de la investigación aplicada en fomento lector y literatura infantil a través del proyecto Letras en Género.

Hoy estoy aportando en generar condiciones de posibilidad a proyectos tan pioneros como el Archivo Digital Afrodescendiente, el diseño de modelo de descripción de archivos de la dictadura en el marco de un trabajo de DDHH y archivos, un sistema de gestión y transferencia documental electrónica desde los servicios del Estado al Archivo Nacional para resguardar las memorias y el patrimonio documental del futuro. En 20 años la experiencia acumulada es diversa. Mi responsabilidad es poner esta experiencia al servicio de un patrimonio cultural democrático, el desafío ojalá sea aportar en el diseño e implementación de políticas culturales acordes a las complejidades del presente.

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(1) …¿se trata de un avance colonizador de la disciplina sobre nuevos campos etnográficos, aportando nuevas miradas? o, al contrario ¿del avance de la mirada estatal sobre la propia antropología? ¿Se trata de hacer lo que la antropología siempre hizo, sólo que en un nuevo contexto? O ¿del estudio de lo no estatal en el interior del Estado, como algo que lo invade o que le es marginal? … ¿se trata de una mirada sobre el poder desde el punto de vista de lo minoritario? ¿u ocupa el papel de las ciencias políticas en un Estado que, ahora, abraza el multiculturalismo y la gestión de la diferencia? (Salvador Schavelzon, 2010).